miércoles, 12 de octubre de 2011

EL CASTILLO DE LOS TALASOS - Casi un cuento.

Salimos ese viernes, como tantas otras veces, con Marcela y los niños en busca de algún lugar nuevo para conocer. A Marce le gusta mucho experimentar lugares nuevos, sobre todo aquellos que tengan piscina climatizada. Es una forma de cortar el largo invierno.

A la hora de viaje, llegamos al viejo hotel, que más que hotel parecía un castillo. Al llegar entramos por la puerta lateral, para evitar las elevadas escaleras que conducen al lobby. Debajo, en la puerta lateral, fuimos atendidos por una simpática señora de edad indefinida entre los 70 y 100 años, en un recinto con muy poca luz, y escasa altura. Subimos por ascensores con puerta doble de reja, propios de un edificio de la edad el hotel.

En la recepción lujosa, plagada de mármoles, vitreaux y escaleras amplias, nos atendió otro ser de edad indefinida, entre 70 y 100 años.

Subimos al segundo piso, y al abrir la puerta del ascensor, notamos que el lujo había desaparecido de golpe. Seguíamos dentro de un edificio majestuoso, pero ahora más austero y lúgubre. Caminamos por amplios pasillos, apenas iluminados por luces bajas en mesillas de noche, sobre los costados. Desde afuera se veían ventanas cerradas, y desde el interior, se veían puertas altas, con banderolas en la parte superior. Todas las puertas cerradas, y algunas banderolas abiertas, con luces en el interior, revelaban la presencia de otros seres vivos dentro de esas habitaciones.

No sentimos el menor ruido, hasta que llegamos a nuestra habitación. Una habitación de dimensiones majestuosas, austeramente amueblada, con una ventana que daba a la fachada del edificio, con todas las ventanas grises cerradas. En ese momento, nuestra sorpresa fue grande, al darnos cuenta que nuestro baño tenía una banderola que daba al pasillo, y que la misma no cerraba. Eso no nos iba permitir tener intimidad, ni aislarnos del mundo exterior.

Estuvimos un rato en la habitación, y solicitamos cunas para los niños. Las trajo un ama de llaves, vestida con un uniforme de más de 70 años, seguramente de la época en la que ella fue joven. Si bien se mostró simpática y atenta, un escalofrío me corrió por la espalda al momento en que se fue, asegurándonos que nos veríamos más tarde.

Luego de cambiarnos, salimos a conocer el resto de las instalaciones del hotel, en particular las piscinas de “talasoterapia”. El nombre nos había llamado la atención, y nos dirigimos al subsuelo en los altos ascensores enrejados, lentos, que permitían ver el corazón de las estructuras, ya resentidas por el paso de los años.

Una vez en el sótano, otra vez nos sorprendimos por la ausencia de seres humanos, aunque escuchamos sus voces detrás de altos muros que separaban los vestuarios masculino y femenino. Nos separamos de Marce y los hombres de la familia atravesamos un vestuario de hombres, vacío, húmedo, viejo.
 
Llegamos a unas piscinas vacías, humeantes, con hileras de burbujas que salían desde el medio, y daban la sensación de que algo hervía en forma permanente.

Marcela ya se había metido en el agua con los niños, y yo me quedé afuera observando los detalles del lugar. Detrás del vapor reinante encontré a una joven dependienta, uniformada, que se acercó a mi sigilosamente.


“Huyan” fue lo único que me dijo por lo bajo. Mentiría si digo que me sorprendí, ya que siempre estuve con esa sensación de que algo estaba mal. Traté de no alertar a Marce y los niños, me metí en el agua con ellos, y traté de convencerla de irnos a nuestra habitación, donde podríamos pensar en algo más.

Reconozco que las piscinas eran como un caldo, donde dejamos algo de nosotros, donde salimos más livianos, pero más atontados.

Sigilosamente salimos, nos vestimos y al esperar el ascensor, nos envolvió una corriente de aire frío. Al instante, comenzamos a sentir chapoteos en las piscinas, donde recién estaba todo vacío. A los chapoteos les siguieron risas de hombres y mujeres, que cada vez se hacían más intensas.

Marcela captó mi miedo al instante, no necesitamos preguntarnos de donde habían salido todas esas personas de golpe, ya que la única entrada era a través de los ascensores que estábamos esperando. Las risas comenzaron a ser cada vez más histéricas, comenzaron otros sonidos guturales, y los chapoteos se hicieron más intensos. En mi imaginación aparecieron seres sobrenaturales, disputándose la fuente de la vida y la juventud.

El ascensor apareció lento, trayendo una señora, obviamente anciana, ataviada con un sombrero ancho, que nos miró fija, con ojos muy brillantes y siguió su camino hacia los vestuarios. Pareció no importarle en absoluto el ruido que provenía de las piscinas.
 
Subimos rápido a nuestro piso, y sin dudarlo, juntamos todas nuestras cosas para salir de ahí. Los niños lloraban en la cuna, mientras Marce y yo tirábamos la ropa dentro de los bolsos. Al abrir la puerta para salir de la habitación, me encontré frente a frente con el ama de llaves, quien sonrió y me miró con sus ojos brillantes. Cerré la puerta en su cara, y corrí hacia el baño, por si decidía entrar por ahí. Obviamente no pude cerrar la banderola que daba al pasillo, y al mirar por la ventana, vi una larga fila de talasos, esperando a entrar a nuestro cuarto.

Los niños no paraban de llorar, Marcela estaba histérica y yo no sabía qué hacer. Ellos parecían no tener prisa, sabiendo que estábamos prisioneros en ese lugar. Tarde o temprano obtendrían aquello que buscaban: nuestros genes para permanecer vivos, como lo habían venido haciendo desde más de 100 años. Estábamos atrapados dentro de aquella habitación centenaria, en lo alto del hotel castillo, sin ninguna posibilidad de escape.

Las luces se apagaron y ahí comenzó la historia…